La felicidad como resistencia: un viaje entre sombras y luces
Ser feliz en Perú es un acto de resistencia, una trinchera ante la precariedad y el miedo. La escritura, el tránsito a espacios seguros.
"Ser mejor que las circunstancias" y "si vas a rebelarte, que sea con causa" son frases que me acompañaron desde la niñez.
La felicidad es un concepto que, a lo largo de la historia, ha sido abordado desde la filosofía, la psicología y la literatura, pero pocas veces se habla de ella desde la experiencia de quienes han tenido que construirla a contracorriente. En un mundo que nos vende la idea de la felicidad como un estado permanente de satisfacción y éxito, quienes han crecido en contextos difíciles saben que, en realidad, la felicidad es más bien una trinchera: un espacio que defendemos día a día con actos de resistencia, con pequeñas victorias, con gestos de amor que desafían la adversidad.
Para mí, la felicidad nunca ha sido un punto de llegada, sino un recorrido lleno de obstáculos. Crecer en un hogar donde la disfunción cerebral mínima de mi padre y el trastorno de bipolaridad de mi madre definían los ritmos de la vida familiar fue, sin duda, una experiencia desafiante. No se trataba solo de lidiar con la enfermedad, sino de entender, desde muy pequeña, que el mundo emocional de quienes nos rodean puede ser un terreno inestable.
La infancia y la adolescencia fueron un constante ejercicio de adaptación. Aprender a leer las señales, a anticipar las tormentas emocionales, a sostenerme en lo poco estable que encontraba. En esa dinámica, la felicidad no era algo garantizado, sino un destello fugaz que había que reconocer y abrazar en el instante preciso, antes de que se diluyera.
Sobrevivir no es suficiente
Cuando una encuesta de Ipsos revela que los peruanos somos los menos felices de la región, la noticia no sorprende. No porque no haya motivos para la felicidad, sino porque en un país donde la inseguridad y la corrupción son el pan de cada día, es difícil construir bienestar cuando el miedo y la incertidumbre nos rodean. La felicidad no es solo un asunto individual; es también un reflejo del contexto en el que vivimos.
¿Cómo encontrar felicidad cuando salir a la calle implica un riesgo? Cuando la caquistocracia –el gobierno de los peores– sigue asfixiando las esperanzas colectivas. Cuando la desconfianza en las instituciones es tan profunda que nos acostumbramos a la precariedad y la vemos como algo normal. En el Perú, la felicidad es un acto de resistencia, porque se construye pese a todo, pese a los gobiernos fallidos, pese a la violencia, pese a la sensación de que nada cambia realmente.
Y sin embargo, ahí está: en la señora que sigue vendiendo su desayuno con una sonrisa, en el joven que sueña con un futuro mejor, en la familia que se abraza en medio de la incertidumbre. La felicidad, en este país, es también la terquedad de quienes se niegan a rendirse.
Felicidad y vulnerabilidad: una mirada honesta
Muchos dirían que la felicidad es un derecho. Yo agregaría que también es un aprendizaje. Aprender a ser felices, en un contexto adverso, requiere desarrollar una relación honesta con nuestras propias heridas. No se trata de romantizar el dolor ni de pretender que todo está bien cuando no lo está, sino de encontrar en la vulnerabilidad un espacio legítimo para la felicidad.
Las experiencias difíciles pueden hacer que desconfiemos de la felicidad, que la sintamos efímera o inalcanzable. Pero también pueden enseñarnos que la felicidad no es una meta absoluta, sino la suma de pequeños momentos en los que nos sentimos en paz, en los que estamos en sintonía con quienes somos y con quienes amamos. Para mí, la felicidad ha estado en la escritura, en la capacidad de transformar el dolor en palabras, en el acto de compartir con otros lo que antes solo era una carga personal.
Desde niña, dos frases me acompañan como brújula en mi vida. Mi abuelo Antonio Delta Parodi me enseñó que hay que "ser mejor que las circunstancias", un recordatorio constante de que no somos únicamente producto de nuestro entorno, sino también de nuestra capacidad de sobreponernos a él. Mi abuelo Guillermo Cruz Ráez, en cambio, me dejó otra enseñanza invaluable: "si vas a rebelarte, que sea con causa". En un mundo lleno de ruido y protestas vacías, esta frase me enseñó a elegir bien mis batallas, a encontrar sentido en cada acto de resistencia y en cada lucha por la felicidad.
Por eso, en este Día de la Felicidad, no quiero hablar de ella como un privilegio ni como una obligación. Quiero hablar de la felicidad como un espacio posible, incluso en medio del caos. Quiero decirle a quienes, como yo, han tenido que abrirse camino en la vida con más peso del que les correspondía, que la felicidad no siempre llega como un rayo de luz cegador. A veces es un respiro en medio del día, una conversación sincera, un momento de calma. Y eso, aunque sea breve, también es suficiente.
En un país donde la felicidad parece un lujo, el acto de buscarla sigue siendo, más que nunca, un gesto de resistencia. Porque no queremos conformarnos con sobrevivir. Queremos vivir.