Ninguna niña debería parir al hijo de su violador
Mientras la ciencia, la psiquiatría y medicina advierte sobre las secuelas devastadoras, el Estado insiste en invisbilizar a las víctimas y perpetuar la crueldad.
Cuando el Congreso legisla desde el dogma, el trauma se institucionaliza.
¿Cómo debería intervenir el Estado cuando el núcleo de la sociedad es el espacio más inseguro para las y los menores de edad? Siendo el siglo XXI sigue siendo urgente explicar por qué una niña violada no debe ser forzada a parir. En el Perú de hoy, legisladores como Milagros Jáuregui de Aguayo, junto a congresistas como Alejandro Muñante, Mery Infantes, Norma Yarrow y más de treinta de Renovación Popular, Fuerza Popular y Avanza País, impulsan proyectos para otorgar personalidad jurídica al embrión desde la concepción, cerrando de facto todas las vías seguras al aborto terapéutico incluso en casos de violación de menores.
En Perú, aproximadamente 80 % de las violaciones infantiles son cometidas por un familiar o alguien cercano (entorno íntimo). La dimensión de la violencia ha tomado el cuerpo de quienes no pueden alzar la voz. Datos oficiales indican que en los primeros 60 días de 2025, 1,179 niñas fueron víctimas de violación sexual, lo que equivale a cerca de 20 niñas violadas por día. De ellas, 139 estaban entre los 11 y 14 años y quedaron embarazadas.
Estas cifras revelan que la mayoría de los abusos no ocurre por desconocidos, sino dentro del hogar o círculo cercano. En psiquiatría, hablamos de trauma complejo, un tipo de daño profundo bio-psico-patrimonial que afecta el desarrollo emocional cuando la fuente de abuso está en vínculos de confianza.
En la provincia de Condorcanqui (Amazonas), más de 524 denuncias entre 2010 y 2024 revelan un patrón devastador: docentes, policías y hasta mineros ilegales han abusado sexualmente de niñas awajún en entornos educativos, contagiándolas con VIH y dejando embarazos forzados. De las 524 quejas, sólo 111 docentes fueron destituidos y muchos permanecen impunes. La presidenta del Consejo de Mujeres Awajún, Rosemary Pioc Tena, denunció que, en estos casos, la violencia sexual se naturaliza como “práctica cultural”.
Estas violaciones institucionales y comunitarias inciden de forma desproporcionada en niñas indígenas, afrodescendientes, refugiadas y migrantes, quienes enfrentan barreras adicionales para acceder a atención médica inmediata, apoyo psicológico y justicia, profundizando así el trauma y la exclusión estructural.
Especialistas como Marta Rondón han sido claros: negar el aborto terapéutico a una niña violada es una forma de tortura psicológica institucional. El embarazo no deseado luego de la violación genera trastorno de estrés postraumático complejo, depresión grave, ansiedad crónica y riesgo suicida. El psiquiatra Carlos Bromley lo advierte constantemente: esta maternidad impuesta rompe la autonomía, destruye la recuperación emocional y puede precipitar crisis mentales severas, incluyendo suicidio.
En términos técnicos: el Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) puede desarrollarse después de que una persona ha experimentado o presenciado un evento traumático, como abuso sexual, violencia extrema, guerra, desastres naturales o cualquier situación que implique una amenaza grave para su vida o integridad. El TEPT complejo incluye síntomas como estado persistente de alerta, problemas de relación, disociación y sentimientos crónicos de culpa o vergüenza.
La depresión mayor posparto o relacionada al trauma en adolescentes incrementa tres veces el riesgo de conductas autolesivas o suicidio. Obligar a una niña a continuar un embarazo resulta en una revictimización simultánea psicológica, física y jurídica. Nadie podría argumentar que esto constituye atención médica o protección.
En países como Chile, España, Canadá o Uruguay, donde el aborto es legal con fundamento en salud física o mental, especialmente tras violación: Se ha registrado una disminución significativa de suicidios en adolescentes. Ha mejorado el acceso a terapias psiquiátricas y psicológicas integrales. Se da autonomía médica para proteger la integridad mental y física de las víctimas.
En Perú, en contraste, cada año se producen más de 370,000 abortos clandestinos, en condiciones precarias y sin seguridad, sin mencionar los embarazos forzados en niñas. El proyecto de ley que firma Jáuregui y más de treinta congresistas de bancadas conservadoras busca eliminar la guía técnica del aborto terapéutico aplicada en casos de violación.
También propone declarar al embrión “persona con derechos” desde la concepción, lo que transformaría el aborto en homicidio penal. Todo esto bajo un discurso que niega la gravedad del trauma psicológico y la ciencia psiquiátrica. La Organización Mundial de la Salud (OMS) sostiene que el aborto seguro debe formar parte de la atención integral para víctimas de violencia sexual. No es una concesión ideológica, es una necesidad médica, psicológica y ética.
Negar el acceso a esta atención representa una forma de violencia institucional. Según la OMS, “los servicios de aborto seguro son esenciales para proteger la salud física y mental de las personas embarazadas”, especialmente cuando el embarazo es consecuencia de una violación. Obligar a una niña a continuar con una gestación forzada es contradecir no solo los estándares internacionales de salud, sino los más elementales principios de humanidad. Mientras el Congreso actúa como si esto fuera un debate moral, el cuerpo y la mente de miles de niñas quedan atrapadas en un trauma sin salida.
Obligar a niñas violadas a parir es una forma de violencia institucional sostenida. No hay argumentos médicos, ni éticos, ni de derechos humanos que justifiquen ignorar las graves secuelas mentales que produce esta imposición. Si el Congreso realmente creyera en la vida, protegería la salud mental, la dignidad y el futuro de las niñas. Eliminar el aborto terapéutico sólo significa sacrificar cuerpos y mentes jóvenes ante dogmas que no cargan con responsabilidad real.